Josep Vilageliu
Tras la proyección de tantos cortometrajes sobre el peligro de extinción, emergen las dudas. ¿Qué hacer? ¿somos culpables?, y la idea de la muerte individual sobrevuela los 15 cortometrajes de la sesión del miércoles, lógico corolario de las tesis apocalípticas de la mayoría de los cineastas. Pero más allá del concepto de la muerte como desaparición, algunas voces nos hablan de cambio y transformación.
Desde Valencia nos llega Zona Cero. Autorretrato de un maltratado de océanos, el corto con el que da comienzo la sesión, y como no puede dialogar con los siguientes cortos (los demás sí dialogarán con él), no podemos ver el corto sin recordar cómo la realidad se ha impuesto de manera trágica sobre el documental de David Gaspar, ya desde el título, como una premonición. Zona cero no nos habla, o no parece que nos hable, del cambio climático, sino de la contaminación de los océanos, de la responsabilidad y de la culpa, y lo hace desde la muerte. El cortometraje se inicia y se termina con un disparo a quemarropa. Enfrentado a su desaparición, el protagonista hace recuento de su vida, agente activo en la destrucción del medio ambiente ya desde su niñez. Varios profesionales, entre ellos una psicóloga, reflexionan sobre nuestra resistencia a cambiar de hábitos, nos mueven las recompensas inmediatas. Asumir responsabilidades da mucho agobio, nuestra mochila biológica nos hace vulnerables. Peor que el odio, la indiferencia, se nos dice. Para colmo, consumimos los documentales sobre desastres ambientales como si se tratara de ficciones. Este es el discurso del documental. Lo que vemos es una estilización de la basura flotando en el mar. Botellas, vasos de plástico, moviéndose a cámara lenta. Son los nuevos habitantes del océano. Los niños, también a cámara lenta, corretean por la floresta. David Gaspar fotografía los envases como lo hace la publicidad, causa primera del consumo indiscriminado. Hay una extraña belleza en las imágenes, una exquisita melancolía en la recreación de la infancia. ¿De verdad nos sentimos culpables?
Buque de guerra, de Daniel Herrera, constata la muerte de un edificio, y su sustitución por otra cosa. La idea (se presentó en Visionaria) consiste en un palimpsesto urbano. En 2002 rodó con una cámara miniDV los momentos previos a la demolición del llamado Buque de Guerra, un edificio insalubre en una de las barriadas de Las Palmas de Gran Canaria. Daniel recogía entonces las miradas, divertidas y perplejas, de sus moradores, asomados por última vez a las ventanas de sus hogares. Lo que antes eran 60 viviendas ahora es un aparcamiento, un supermercado y un parque.
En Cacharro, de Ado Santana, se echan a suertes quien mata a quien. Quitarle la vida a alguien es un puro juego, piedra, papel, tijera, una vez y otra. No hay consecuencias. Ahora están vivos, ahora están muertos. La muerte como ficción. O como repetición. ¿Se sienten culpables? Más allá del divertimento genérico, la fricción de este relato con los demás cortos nos induce a reflexionar.
Esperanza, de Dailos Batista, pertenece a este subgénero de diálogo hombre mujer tan querido por los cortometrajistas. En este caso, él es el concienciador, y ella, al principio discutidora, es la concienciada. ¿Y ahora, qué podemos hacer? se pregunta la buena señora. Él recoge a su hija y se aleja, la hija se llama esperanza. La mujer está esperando un niño.
El naciente, de David Pantaleón, es como al revés. Si en los demás cortos, hay muerte, aquí se nace de nuevo. Un investigador de la universidad de Busan busca algo en varios nacientes de montaña. Con pocos elementos, Pantaléon crea un mundo enigmático. El investigador penetra en una cueva, recorre las húmedas paredes con la luz de su linterna, y luego, en el mismo encuadre anterior, le vemos salir, pero ahora sale transformado.
Arena, de Khalil Chari, es un corto de metraje encontrado, se nutre de imágenes de archivo y recorre varias guerras y revoluciones, donde todo es muerte, para terminar con el advenimiento de Trump y el asalto al Congreso de los Estados Unidos. La vida no es tan azarosa como pensamos, o quizás sí, pero el montaje de las imágenes crea una causalidad, una línea de sentido.
En La agonía del cuervo, de Dunia E. Marmus y Diego Calvi, la protagonista ejecuta una performance ataviada con una túnica blanca y una máscara de cuervo, recorre una casa en ruinas, se libera del vestido, huye a través del bosque, mientras escuchamos un poema sobre la piel de un mundo que se deshace en cenizas, de la mujer “como la memoria del agua de un cuerpo, la que discurre por un cuerpo seco”.
Los molinos de la paz, de Nara Rodríguez y Frank García, es un corto que se hace a sí mismo mientras lo vemos. Sobre las imágenes de una chica con un velo que el aire levanta, unos aerogeneradores, plataneras, pies descalzos sobre la arena, y chicas a la orilla del mar, nos es dado escuchar los comentarios de las personas implicadas en el rodaje en una especie de brainstorming, donde cada uno suelta una frase sobre el tema del corto, los molinos, frases que deben ser motivadoras, frases profundas, que no les haya ocurrido a otras personas, como hablar de paz, de respirar, de mirar dentro de ti, esas cosas.
No podía faltar la presencia de Persephona, de Sara Álvarez, nacida de Deméter y raptada por Hades, reina del inframundo, un personaje mitológico cuya vida podría ser reivindicada por el feminismo. Según cuenta uno de los mitos, recogía flores cuando Hades surgió de un grieta y se la llevó a su reino subterráneo para casarse con ella, pero contra todo pronóstico, tras comerse las semillas de una granada, pudo compartir su vida en el mundo de arriba y el mundo de abajo, guardar los oscuros misterios sobre la resurrección y controlar el cambio de estaciones que prometen buenas cosechas. En El naciente, el investigador coreano debió tropezar con Perséfone en la oscuridad de la gruta, y la diosa le prometió la eterna juventud. En Cacharro, los tres personajes morían y resucitaban sin solución de continuidad. Morir es transformación, es cambio. Aquí, el personaje de Perséfone se pasea por los monumentos funerarios, preguntándose qué ha hecho para llegar hasta este lugar, las estatuas lloran con ella, se siente sola y solicita la ayuda de sus hermanas las ninfas. Siente morriña por el mundo natural, por la tierra perdida, muerde la granada y se extiende en el suelo, ella misma una flor amarilla en el verde césped, quizás esperando la transformación.
En Cabreo, de Jesús F. Cruz, son las cabras quienes son conducidas a la oscuridad del inframundo, tras ser exterminadas. En 2016, se nos dice, los fusileros mataron 77 cabras salvajes, con el fin de controlar su número. Se nos muestran cráneos, dientes, huesos repartidos por el fondo de los barrancos. mientras se les concede a las cabras poder dar su opinión y contar su experiencia con la muerte. Si en el corto anterior se remitía a la mitología griega, aquí es Guanaje, el espíritu guanche protector, quien recorre las cañadas. La muerte de animales, pájaros en La agonía del cuervo, cabras es este cortometraje, es simbolizada mediante una máscara. En el inframundo, la realidad deja paso a un mundo de colores. Se nos dice que lo real deja de serlo una vez está filmado. ¿El cine desrealiza? ¿Lo documental deja de ser parte de la realidad para convertirse en ficción? ¿En el cine vislumbramos el inframundo?
En Confesión, de Torres Cascado, se nos aparece el diablo, pero esta vez el personaje del inframundo acude a un confesionario para amenazar con torturas a la primera mujer cura. El diablo es capaz de metamorfosearse, debe conocer los misterios eleusinos de Perséfone porque, también él, puede burlarse como un niño.
En Consolador, de Oliver Escobar, se pregunta quién debe consolar a quién. No deja de ser un chiste, pero en medio de tanto espanto, quizás también nosotros deberíamos buscar el consuelo.
En Contando estrellas, de Álvaro Carrero, es una mujer agobiada la que reclama urgentemente un consuelo que no le llega. A punto de perder la casa, aunque la casa en su caso sea la caravana en la que vive, descubre el don de la música, pues mira al espejo y nada más mirarse la película pasa del blanco y negro al color. El mundo es ahora alegre, la danza la une a lo irreal del mundo, las calles son luminosas, las puertas azules y verdes, una de las puertas se abre a la noche estrellada, la ficción consuela, ¿por qué no disponer de este cielo tendida en la cama? La ficción la reclama.
En Frame of mind, de Aleksandra Kardalevka, nos encontramos con otro mito, el de Orfeo. El corto, dotado de una fotografía espectacular, se abre con la imagen de una calle neblinosa, luces festivas reflejándose en el agua estancada, un gato cruza el encuadre de derecha a izquierda. El protagonista, un fotógrafo, se halla en el inframundo, aunque él todavía no lo sabe. Cruza una mujer de izquierda a derecha y él la sigue y le toma fotos sin que ella lo advierta, la sigue por callejones oscuros, luego, sorpresivamente, se encuentra consigo mismo en una imagen especular. Al fin el encuentro, descienden por unas amplias escaleras hasta la orilla del agua, se sientan y se sonríen, los reflejos del agua deslizándose como fondo de la pasión. Al día siguiente, en la casa de él, se sentará a la mesa frente a ella para tomar un café. Como en el corto Días de luto de Mario Iglesias, visto el día anterior, el encuentro será una despedida. Ya sabemos que Orfeo no pudo salvarla.
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